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La Democracia en América Latina

Autor: César Rama López

“Nada sabemos del futuro –decía Jorge Luis Borges- salvo que diferirá del presente”. Es claro que no podemos imaginarnos los tiempos que vienen como una simple traslación de los datos que nos parecen relevantes a nosotros hoy. El futuro, sin embargo, se organiza en torno al cambio de valores y registros de una cantidad de variables que, ellas sí, se presentan como un conjunto mucho más estable y permanente, y en cierta medida, previsible.
La suerte de la democracia como régimen político depende de un número relativamente limitado de variables, aunque las modulaciones y las peculiaridades de cada lugar incorporen variaciones infinitas. Como en la literatura, donde los libros pueden contarse por millones, pero los relatos, en esencia, son poco numerosos; en la vida política de los países la suerte de la democracia se vincula al destino de pocas variables.
He querido escribir hoy sobre este tema, luego de haber visto la televisión de Bolivia, país que vive nuevamente en la incertidumbre en la cual se ven sumidos sus habitantes cada vez que sus líderes sociales, políticos, etc. se enfrascan en movimientos cada vez más complejos pero con una misma génesis, como es la nacionalización de sus recursos no renovables.
Es habitual en las Ciencias Sociales, cuando se trata de analizar o explicar ciertos fenómenos, optar por algunas variables a las cuales se atribuye un peso explicativo relativo mayor, y dejar de lado otras. Ello, por cuanto la selección sistemática e indiscriminada de posibles causas directas o indirectas de un fenómeno nos llevaría, irremediablemente, a la Historia Universal.
En principio quiero tomar en consideración las variables incorporadas al análisis por los institucionalistas y neo-institucionalistas, que jerarquizan el peso de las instituciones y reglas de juego en la suerte de las democracias, pero, de manera fundamental, trataré de desentrañar las lógicas de acción de los individuos, integrantes de las sociedades y de las élites, que son los sujetos centrales de los regímenes políticos democráticos en América Latina.
De esta manera se puede construir un escenario de observación donde puede ver el peso de reglas, instituciones y procedimientos de funcionamiento de la democracia y también las necesidades de los individuos, y cómo la democracia, u otros conceptos políticos rivales, pueden ofrecer satisfacción a las necesidades de esos individuos.
Como tesis de este análisis propongo que la suerte de la democracia en América Latina depende, primariamente, del grado por el cual este tipo de régimen garantice ciertos derechos elementales de los ciudadanos: trabajo, alimentación, salud, educación, seguridad o integración a la sociedad. De manera secundaria, su consolidación y su eficiencia consideramos que se vincula al buen funcionamiento de sus instituciones políticas y al comportamiento democrático de sus élites.



Entre las variables institucionales de la democratización deben figurar, en primer término, las técnicas electorales que aseguren la pureza del sufragio. Mientras existan técnicas que dejen abiertas las puertas al fraude electoral, al engaño y a la estafa de la voluntad de los ciudadanos, la democracia no existirá, o no existirá como régimen consolidado. Es probable que la extraña definición de las últimas elecciones norteamericanas abra un importante espacio de debate para el mejoramiento de estas técnicas. También sería importante, a la luz de esta experiencia, que los países latinoamericanos dejaran por un momento la costumbre de mirar a los Estados Unidos como ejemplo de democracia, y observen las técnicas desarrolladas por otros países latinoamericanos que aseguran una limpieza, pureza y sinceridad prácticamente absoluta del voto.
La suerte de la democracia, con su itinerario de éxitos o de fracasos, está directamente vinculada a la capacidad de este régimen político de satisfacer ciertas demandas básicas de los individuos que componen las sociedades. Esta precondición de la vida democrática ha sido, sin duda, percibida por los organismos internacionales orientados al desarrollo como el BID o el PNUD, los cuales promueven políticas sociales tendientes a reducir la pobreza, medida en términos de necesidades básicas insatisfechas. Ciertas limitaciones de estos programas y de las políticas sociales que se implementan localmente, problemas a los que no están ajenos la hegemonía prácticamente excluyente de los economistas y de las metodologías cuantitativas, han determinado una cierta reducción de la pobreza pero, al mismo tiempo, el mantenimiento de altísimos niveles de marginalidad. Precisamente esta marginalidad, en sus diferentes dimensiones, es hoy el principal desafío social a la consolidación y al éxito de las democracias en América Latina.
En su dimensión social, las perspectivas para la democracia no son buenas, por lo menos para los próximos cinco años. Los efectos, sin embargo, de la deslegitimación social de la democracia no son en estos años tan desestabilizadores como pudieron haberlo sido en otras épocas, porque otras variables políticas antidemocráticas, nacionales e internacionales, no actúan con la misma intensidad. Es probable que en los próximos cinco años se propaguen, con idas y venidas, flujos y reflujos, algunas formas autoritarias o neo autoritarias, preocupadas sin embargo de mantener la denominación de democracias, y encargadas de satisfacer autoritariamente algunas de las demandas más fuertes generadas por la exclusión social.
Se sostiene que el multipartidismo exacerba los problemas del presidencialismo y, al mismo tiempo, que el presidencialismo colma las dificultades creadas por el multipartidismo. Los sistemas presidencialistas no tienen mecanismos que aseguren mayorías legislativas y, para complicar más las cosas, los presidentes son elegidos para un mandato con tiempo fijo, predeterminado. No hay disolución ni otra forma prevista de cambio de gobierno constitucional, con lo cual la única posibilidad de cambiar un gobierno impopular es el golpe de estado.
Por estas consideraciones se afirma que el sistema presidencialista junto con el multipartidismo es una combinación problemática para la democracia. Esta interpretación tiene evidentes ventajas intelectuales sobre otras. Es sencilla, explica muchas consecuencias con pocas causas y, sobre todo, permite recetar fáciles terapias institucionales a complejas situaciones políticas y sociales. Los institucionalistas tienen un éxito comparable al de los adelgazantes que se venden por televisión: son una alternativa sencilla y grata a un cambio de comportamiento en las dietas que sería mucho más sacrificado. Cambiando las reglas de juego o las instituciones se evita el proceso mucho más incierto, complejo y dificultoso de cambiar los comportamientos de la élite política y hacerlos más democráticos.
El probable movimiento de las variables institucionales en los próximos años anima a anticipar que no va a mejorar de manera sensible el problema crónico de gobernabilidad y de eficiencia de las democracias en América Latina, aunque es esperable que disminuyan sus problemas de legitimación formal en las instancias electorales. De todas maneras la dimensión probablemente más crítica para la estabilidad democrática es la que hace a los comportamientos de las élites políticas del continente.
Las trágicas experiencias de dictaduras militares por las cuales pasaron varios países de América Latina en las décadas del ’70 y del ’80, dejaron, además de profundas heridas en el cuerpo social, un conjunto reconocible de aprendizajes, explícitos o implícitos, en las élites políticas. En su mayoría, los dirigentes políticos de los países han reconocido un hilo conductor entre los comportamientos antidemocráticos, o políticamente poco responsables, circulantes en sus países en los períodos pre-autoritarios y los golpes de estado que siguieron.
Los grupos políticos aprenden de éxitos y de fracasos, de las experiencias traumáticas o a través de una acumulación gradual de conocimientos adquiridas por ensayo y error. Estos aprendizajes pueden hacerse de manera directa o por intermedio de otros actores. Los fracasos y los traumas históricos hacen estos aprendizajes más evidentes, más visibles, porque son experiencias suficientemente fuertes como para sacudir creencias previas, orientaciones y rutinas. Sin embargo los aprendizajes traumáticos tienen sus propios límites, pues la fuerte fijación en los problemas del pasado hace que muchas veces se resuelvan ciertos problemas a expensas de crear otros problemas con una proyección compleja en el futuro. En Chile, por ejemplo, la obsesión por evitar conflictos y la búsqueda compulsiva de consensos, aprendizaje del período pre-1973, ha llevado a sofocar los necesarios debates sobre los problemas nacionales. En Argentina, la experiencia de la hiperinflación, que golpeó profundamente a la sociedad, llevó a que se resolviera al costo de un importante debilitamiento de sus instituciones representativas.
En términos generales, las experiencias de ruptura de los regímenes democráticos condujeron posteriormente, en esos países, a una reorientación de metas, objetivos y estrategias por parte de las élites políticas, con una aceptación muy amplia de las reglas de juego democráticas. Los actores políticos se preocuparon por resolver los problemas de gobernabilidad planteados por sistemas que se habían transformado en multipartidistas. Se pudo percibir también un rechazo generalizado por parte de las élites a los comportamientos con contenidos antidemocráticos, provenientes tanto de las filas militares como de grupos políticos radicales.
Los próximos años probablemente muestren una preocupación importante por parte de las élites políticas latinoamericanas en preservar las formas y los principales contenidos de los regímenes democráticos. La presión social, sin embargo, seguramente inducirá el desarrollo de regímenes híbridos, con formas democráticas y contenidos autoritarios.
El destino de la democracia en América Latina, a más largo plazo, estará determinado, sobre todo, por el equilibrio entre sus virtudes políticas y sociales. Es difícil que supere esta situación híbrida y con altibajos mientras que, además de ser una promesa de libertades ciudadanas, no sea una promesa igualmente concreta de mejorar las condiciones de la vida cotidiana de las personas, con datos más favorables de empleo, salud, alimentación, seguridad e integración a los beneficios de la vida en sociedad.
La mejor fórmula de estabilidad política seguramente siempre será que los individuos que componen la sociedad puedan ver los resultados concretos y tangibles de la democracia, pues no existe mayor seguridad para la supervivencia de un régimen político que el apoyo convencido de sus ciudadanos.

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